Reseña: Parque Jurásico (Michael Crichton, 1990)
El Nuevo Tahúr (2022)
Pero ahora -continuó [Ian Malcolm]- es la ciencia el sistema de creencias que tiene centenares de años de
antigüedad. Y, al igual, que el sistema medieval que le precedió, la ciencia está empezando a mostrarse
inadecuada con el mundo. La ciencia ha obtenido tanto poder que sus límites prácticos comienzan a ser
evidentes; es debido a la ciencia, principalmente, que miles de millones de nosotros vivimos en un mundo
pequeño, muy apretados e intercomunicándonos. Pero la ciencia no puede ayudarnos a decidir qué hacer
con este mundo, o cómo vivir. La ciencia puede elaborar un reactor nuclear, pero no nos puede decir que
no lo construyamos. La ciencia puede fabricar plaguicidas, pero no nos puede decir que no los usemos. Y
nuestro mundo empieza a estar contaminad en áreas fundamentales, el aire, el agua y la tierra, como
consecuencia de la ingobernable ciencia. -Suspiró-. Todo esto es obvio para cualquiera.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Grant.
Quedó con la vista fija clavada en los velocirraptores ordenados en rígida formación a lo largo de la playa,
observando en silencio el barco. Y, de repente, entendió lo que estaba viviendo.
-Esos animales -dijo Gennaro-, están desesperados por escapar de aquí.
– No -repuso Grant-, no quieren escapar en absoluto.
-¿No?
-No: quieren migrar.
Grant se reclinó en su asiento [del helicóptero]. Pensó en los dinosaurios erguidos en la playa y se preguntó
adónde habrían emigrado si hubieran podido; se dio cuenta de que nunca lo sabría, y se sintió triste y
aliviado al mismo tiempo.
Michael Crichton, Parque Jurásico (1990)
¿Quién de entre nuestros lectores no recuerda la legendaria adaptación que de esta
obra hizo, en 1993, Steven Spielberg? ¿Alguno no contuvo, acaso la respiración, con los ataques
y acechanzas del tiranosaurio o los velocirraptores a los desdichados protagonistas? O, ¿no se
maravillaron cuando, desde la ventanilla del avión, los doctores Grant y Sattler divisaron la
manada de saurópodos campando a sus anchas por las planicies de la isla Nublar? Sin embargo,
estamos seguros de que no muchos habrán leído la novela que, estimulando la imaginación del
director y los guionistas, dio lugar a un filme antológico. Como suele ocurrir en determinadas
ocasiones, el paso a la Gran Pantalla (en este caso, además, muy temprano y exitoso) eclipsa la
versión original de un relato entretenido a la par que profundo.
No es casual que, en 2022, hayamos decidido volver a adentrarnos en la espesura de
una historia que ha marcado (en este caso para bien) la infancia o adolescencia de muchos de
nosotros. Y, después de haber visto la decepcionante última entrega de una saga
cinematográfica que, a medida que fue pasando el tiempo, se iba desvirtuando a la par que los
efectos especiales y el merchandising crecían, sentimos la apremiante y acuciante necesidad de
acudir a la fuente (cada vez más lejana y marginada) de la que brotaban todos aquellos
prodigios visuales y fuegos de artificio.
En primer lugar, el libro en el que nos estamos basando para hacer la presente recensión
fue escrito, a lo largo del año 1989, por el novelista y licenciado en medicina Michael Crichton
(1942-2008). Antes de ser publicado, a comienzos de 1990, la productora estadounidense
Amblin Entertainment, sabedora de lo que el autor “se traía entre manos” decidió adelantarse
a la competencia y adquirir, así, los derechos de su creación artística, a fin de explotar
cinematográfica una idea que, casi con total certeza, podía valer millones de dólares. Mas, ¿qué
era lo que llamó tanto la atención de los acaudalados compradores? Entre otras cosas, la
claridad y soltura con la que se exponían (en un contexto literario) temas de la más rabiosa
actualidad. Más concretamente, desde una óptica crítica, se abordaban dos asuntos
relacionados con el estado de cosas reinante en las investigaciones científicas a finales del siglo
XX: el crecimiento de la industria y la sofisticación de las técnicas de bioingeniería
(comercialización de los cultivos transgénicos, “recreación” de ecosistemas y clonación de seres
vivos), sin olvidarnos del desarrollo de la informática (utilización de programas para el
almacenamiento de cantidades inmensas de información o la compleja coordinación de
sistemas públicos y privados de seguridad). Ahora bien, en el metraje distribuido tres años
después por Universal Studios, todo ello se abordó de manera superflua y tangencial. Si bien es
cierto que, ahora, la narrativa era más dinámica y, de esta guisa, conectaba mejor con el Gran
Público, el interés de la dirección (como en todas las distopías y biopunks fílmicos) radicaba en
el entretenimiento y la espectacularidad de la puesta en escena. Al igual que ha ocurrido en
tiempos más recientes con Harry Potter (J. K. Rowling) o La Canción de Hielo y Fuego (G. R. R.
Martin), el Séptimo Arte (unido al fenómeno fan) comenzó a condicionar y mediatizar, formal
y materialmente, una creación literaria a la que, a la postre, acabaría devorando.
En segundo lugar, cabe destacar, entre todo el elenco de Crichton, la figura del Dr. Ian
Malcolm. Este personaje, un matemático experto en la teoría del caos (cuyos principios salen
a relucir desde su primer diálogo) y en computación, desempeña un rol muy similar al de Bazarov
en Padres e hijos de Iván Turgeniev (1862). ¿A qué nos referimos? Mayormente, al nihilismo
filosófico del que parte el ficticio profesor de la Universidad de Austin, le hace desconfiar, no
únicamente, de cualquier garantía de seguridad o contención del riesgo en el Parque, sino de
cualquier sistema de pensamiento o filosófico que no se ponga a sí mismo en cuestión
constantemente. Por un lado, en sus reiteradas denuncias y objeciones acerca del
desenvolvimiento de Jurassic Park, no vemos sino la voz del autor, quien muestra su
preocupación ante la luciferina obstinación de los hombres(apoyados en una ciencia sin límites
morales o éticos) por modelar y reproducir, a su gusto, la vida animal y la naturaleza, sin la
menor sombra de duda o cuestionamiento. Por otro, como les sucede a muchos otros críticos
de la delirante y terrorífica deriva de la Modernidad, la censura y los juicios sumarísimos de
este hombre de Ciencia (y , por ende, del relator) no van acompañados de una propuesta
alternativa al devenir de los acontecimientos, pues es totalmente incapaz de imaginar otro
escenario distinto al desgobierno que tiene ante sí. Desgraciadamente, los oscuros presagios
de Malcolm, al respecto del proyecto de Hammond, sí que se cumplen y, de esta forma, el frágil
y artificial orden de las instalaciones se quiebra por accidente, adueñándose el descontrol de la
isla. En el transcurso, el propio doctor en matemáticas, resulta gravemente herido por una
acometida del T-Rex y la mayoría de los integrantes del equipo muere a manos de las
antediluvianas bestias.
Por último, no podemos descuidar el personaje de John Hammond. Él, por tanto, y no
los temibles saurios es el verdadero antagonista y “villano” de la trama. ¿Cuáles son los motivos
para esgrimirlo? Entre otros, su desmedida ambición y megalómanos deseos. Probablemente,
a muchos les sorprenderá este veredicto sobre aquél que, en la película interpreta Richard
Attenborough (1923-2014). En ella, lo pintan como un abuelo y padre entregado (invita, durante
todo un fin de semana, a los retoños de su hija ante el proceso de divorcio que ésta ha iniciado
con su marido), además de un filántropo con gran amor por la ciencia y con gran fe el Progreso.
Empero, Michael Crichton lo concibió y plasmó sobre el papel de manera muy diversa. Se nos
presenta como un hombre egocéntrico, soberbio y codicioso a quien no le importaban nada ni
nadie (excluyéndose a sí mismo, claro está) y que, frente las clamorosas grietas de su plan, se
empecinaba en seguir adelante a cualquier costo, incluso llegando a poner en riesgo la vida de
sus mismos nietos y de quienes consideraba sus “amigos”. En él, vemos reflejada la imagen de
los magnates y multimillonarios sin escrúpulos que, muy especialmente, en nuestros tiempos,
pretenden cambiar y reestructurar el funcionamiento del mundo en base a sus caprichos y
húmedas y oscuras ensoñaciones. Por eso, no es de extrañar que su muerte (indirectamente
ocasionada por el jugueteo de Lex y Tim en la Sala de Control), en soledad, después de haber
intentado huir y, lo que es peor, a manos de sus criaturas, resulte tan aleccionadora y
moralizante. A diferencia del doctor Moreau de H. G. Wells (1896), quien cae con algo más de
dignidad y arrojo en una lucha cuerpo a cuerpo, Hammond acaba siendo fagocitado por los
monstruos su propia ambición.